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Archive for the ‘Antros de mala muerte’ Category

impecable -como mañana de domingo- se me acerca el desconsuelo. lo sé por tantas islas que se han ido, porque ni hago el amor ni lo deshago, por las costras que les nacen a mis letras. me preparo. cierro mis ventanas, meto llave a mis cajones, almaceno sustancias familiares en frascos pulcramente etiquetados: el poder natural de tu silencio, escándalos en pesadillas de noche angosta, mordisqueos de azúcar, flores como espuma. sigilosamente me arrastro entre las sombras hasta el único lugar del cuarto en donde logro sentirme segura. corro sin moverme de tus labios a otros labios y dibujo en el papel una figura conocida, sólo por saber que puedo dibujar en el papel una figura conocida. me detengo. el desconsuelo alcanzó ya la sólida estantería de mi espalda y de un golpe desordenó los frascos que caen, se rompen, se derraman y se mezclan con el ruido rutinario de la calle, con las fotos de mis abuelos y con todo eso que nos hace creer que existimos. cierro el cuaderno, derrotada y satisfecha. apenas con la mente logro imaginar el contenido de alguno de los frascos y verme navegar entre nubes azul pato purific y cristales rosa mexicano que finalmente logran destruirme. me termino. sudoroso y pesado queda mi cuerpo en medio del cuarto. el desconsuelo nunca se fue. yo sí.

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Así como cuando el mexicano clase mediero visita pueblitos “rústicos” para vivir una experiencia vacacional “alternativa”, también disfruta de realizar actividades similares en su ciudad de origen. Por lo general, estos compatriotas suelen cambiar sus actividades cotidianas (o séase: echar el té verde comorano, importado de Francia, portando un jersey bien entallado de Argentina, en cualquier cafecito condechi de su preferencia; acudir al concierto de una princesita coqueta, capaz de ser proclamada soberana de(l) Chile; echar la pre-copa, “wey”, en casa del Mirrey, “wey”, para después, “wey”, irse al antro, “wey”; y demás, se entiende que hay variedad) para visitar alguna pulcata, mezcalería o un lugar medio chairo y/o jípster que esté en boga (léase: recomendado por algún locutor de Reactor y/o Ibero 90.9 o por algún articulista de la revista Chilango, da igual).

Una vez ahí, el clase mediero puede jactarse de que ha ampliado sus horizontes. Nótese que después de esta primera experiencia no será necesario regresar, pero cuando algún coetáneo proponga ir a cualquier bar al que estén acostumbrados para echarse una cervecita, el sujeto en cuestión (ahora iluminado) podrá recomendar que vayan al “antro de mala muerte” que ya conoció.

Sugerencia: Si usted es el clase mediero en cuestión, puede rematar esta última recomendación con un rotundo y larguísimo “gooooooooeeeeiiiiiiiiiiiiiiiii.” Posteriormente, podrán ir a echarse un guatote de mota a casa del Bachas, “gooooeeiii”, escuchando los B-Sides, “gooooeeiii”, de Radiohead, “gooooeeiii”, que están bien buenos, “gooooeeiii.”

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Los antros de mala muerte son parecidos a la Leyenda de la Llorona o el Chupacabras; las anécdotas que ahí se cuentan pasarán de generación en generación.

Recuerdo haber asistido a un lugar poco concurrido cuando tenía apenas 17 años cumplidos. Como no tenía ID, mis opciones de “alcohol y diversión” se redujeron hasta el punto de  ingresar a un lugar clandestino. La noche acabó en desastre.

 Recuerdo unas luces de neón y las típicas bocinas de 30 mts. que revientan oídos. Todo lo demás resulta bastante borroso con los años. Desperté al día siguiente en el hospital intoxicada de cocaína y no sé que otras cosas.

Nunca más me volví a parar en un antro de mala muerte, aunque sé que hay muchos lugares similares y las anécdotas son bárbaras; sorprenden las teiboleras o teiboleros (cualquiera sea su fisonomía original) y los accidentes estilo como el que a mi me pasó.

 

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Nadie está convencido. Ninguno de los tres toma un camino diferente. Miguel lo propuso: vamos ahora y ya las encontramos ebrias. Rafael y Gabriel se miran. Siguen a Miguel. El camino es largo. Dan un rodeo por las afueras de la ciudad. El auto de Miguel da una vuelta y desaparece en una casa de piedra. Rafael y Gabriel platican poco. Siguen los dos ojos de fuego. Miguel les hace una seña. Gabriel le dice a Rafael que pare. Rafael pone el freno.

Un par de sujetos con traje y abrigo negro les dan la bienvenida. Gabriel no habla mucho. Miguel los saludo con confianza, como si los conociera de tiempo atrás. En la puerta hay un anuncio de neón. Gabriel no alcanza a leer lo que dice. Rafael está dejándo su auto con uno de los tipos, le dan un papel que Gabriel adivina como el boleto del auto.

Adentro se oye música. Los tres suben por una escalera de piedra. Siguen a uno de los sujetos de traje. Llegan a la primera planta que está a oscuras. Suben. El segundo piso ofrece una puerta cubierta por unas cortinas de terciopelo. Miguel entra. La camisa, que es blanca, brilla de pronto. A Rafael le brillan los dientes y el reloj. Gabriel alcanza a percibir su camisa envuelta en cierta luminosidad vulgar.

El lugar es pequeño. Miguel se acerca a una mesa. Desde que llegaron, pareciera como si Miguel conociera perfectamente cada recoveco del lugar. Se sientan en una mesa que cojea y piden tres cervezas. Al fondo y de frente, un escenario improvisado. Las aspas de un ventilador de tamaño industrial, como esos que se ocupaban en los videos musicales de los ochenta, giran perezosamente y hacen las veces de escenografía. Se oye una voz a lo lejos. Miguel les cuenta que no es la primera vez que está ahí. Empieza la música. Poca luz. Una sombra frente al ventilador. Silueta femenina. Gabriel mira a Rafael, Rafael a Miguel y Miguel empieza a silbar. Poca luz, luz negra. Los tres imaginan una mujer diferente, no saben decir si les gusta o no. Poca luz. La mujer brilla en las bragas y en las tetas. Alacrán presto a cobrar víctima. Miguel silba de nuevo y apura su cerveza de un trago. Gabriel sigue su ejemplo. Rafael, un poco más recatado, le da unos sorbos a su Sol tibia.

Miguel fuera de sus cabales. Ha pasado media hora. Ha pedido una mujer de medidas generosas. Gabriel ha optado por una flaca que dice ser brasileña. Rafael prefiere una cuarentona. Miguel manosea a su acompañante, hasta que ésta le dice que debería usar un preservativo en la lengua. Todos rien. Miguel se acomoda los lentes, empañados de lujuria, y ataca de nuevo. Rafael platica. Gabriel bebe cerveza.

El frío les avisa que son las cuatro de la mañana. Los compromisos laborales y la falta de líquidez son razones suficientas para partir. Se despiden de sus respectivas. Después de dormir pocas horas se darán cuenta de que no recuerdan a  ninguna. No pueden recordar sus caras porque, a pesar de la cercanía que significó tenerlas encima, había muy poca luz. La memoria de las manos, y de la boca de Miguel, es diferente. Los tres saben qué tocaron y qué olieron y qué besaron. Miguel sabe lo que es tener una teta operada en la boca. Rafael sabe cómo se sienten las piernas de una mujer entrada en los cuarenta. Gabriel conoce una cintura pequeña y hambrienta.

Los penúltimos clientes. Apenas salen, el anuncio neón se apaga. Los hombres de traje entregan llaves. Miguel, Gabriel y Rafael, se dan la mano, se abrazan, se dan la mano de nuevo y se despiden. Miguel sube a su auto. Rafael y Gabriel suben al otro. Parpadean varias veces. Quisieran fumar pero las mujeres se terminaron los cigarrillos. Emprenden la huída. Rafael no puede creer que haya caído tan bajo. Gabriel lo escucha. Miguel regresará dos semanas después.

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La antigua Roma. República de Perú esquina con Allende. Entramos. Bob Marley en la rocola. Pulquería tradicional, profunda, de las de a de veras. Rosas y desgastadas las paredes, retablo en honor a una virgen desmadejada, entrada para mujeres separada; sesenta años por lo menos. A la entrada nos saludó una señora (hipotéticamente la llamaremos Esther). La concurrencia, variada: en la esquina una pareja como de tostón, la mujer parecía travesti; otra pareja, treintañeros, tal vez menos; una mesa de jóvenes; en la otra esquina dos echándose un gallo, un tercero, en la misma mesa, paisano él, silencioso, como en otra realidad; una mesa animada, dos señoras, cuatro hombres de pelo cano revolviendo cerveza en sus pulques. Llegamos a la barra, donde había una última pareja.

¿De qué tiene? Mango, avena, coco y natural. Dos de mango y dos de coco. 48 pesos. Nos trajeron dos sillas y nos arrimaron un banquillo largo, de madera. Así, sin mesa, un poco estorbando. Te solté la rienda, de Maná. El de coco estaba buenísimo, con su canela, aunque un poco empalagoso. Unas cumbias. La pareja de la barra se desprende de la misma para desgastar el huarache. Pasos inspirados. Veo a Monse (sin erre); guiño. Hacemos nuestro mejor esfuerzo. Vuelta por aquí, vuelta por acá. Nos observan sin disimulo. Lidu y Cebada ríen. Fin de la canción. Regresamos a sentarnos. Empinamos el final del primer vaso. Otra ronda, por favor.

Se abre la puerta. Se trata de un hombre de piel color bronce. Collar de cuero con picos plateados, short de maratonista (realmente estaba más cerca de ser un speedo) y playera sin mangas con estampado militar (ambos); tenis y lentes. Saluda a alguien y se acerca a la barra. Observamos cómo en la mesa de al lado le ponen peñafiel de fresa al pulque natural. Distingo un panalito de mezcal también. Una chava se acerca, nos saluda, platica. Los primeros acordes de Pachuco, de la Maldita. Señala al recién llegado y le dedica a gritos la canción. La pareja de la barra ensaya de nuevo sus pasos. Ritmo insuperable. Esther se para a bailar, sola. Cebada la señala y me da un codazo. Doy un trago al curado de coco y me levanto. Bailamos. No sé cómo se atreven a vestirse de esa forma y salir así. Me siento torpe, pero lo compenso con entusiasmo. Tienes que recordarlo. Ella sonríe, piel morena, pelo desaliñado, sin depilar el bozo, maquillaje excesivo. Se termina la canción. Regreso al banquillo. Una ranchera de fondo. Cantamos, mientras nos terminamos nuestros pulques. Una mujer entra a vender incienso.

Ya de salida, nos despedimos de toda la concurrencia. Justo antes de cruzar la puerta alguien me toma del brazo. Cebada me dice que si no me voy a despedir como se debe. Es Esther. Sonríe de nuevo. Me acerco, me abraza y me dice que ha sido un verdadero gusto. El gusto ha sido mío.

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Por gusto, mala suerte o mera casualidad uno termina en lugares donde, para ser franco, no parece bienvenido.

Ya sea un teibol de petroleros en Poza Rica, un bar LGBT en Ciudad Neza, un establecimiento donde la ficha vale 10 pesos o una cantina cualquiera, sombrerudos incluidos, estos sitios son escenario de todo tipo de historias.

Antros de manifiesto folclore, donde la bebida es barata y de dudosa procedencia (pero uno no pregunta). Los hay sórdidos, con cuartos oscuros, con espectáculos que escandalizarían a las buenas conciencias, con 875 violaciones a las leyes y códigos de sanidad.

Recovecos de la diversidad de esta ciudad y este país, Café Soluble tiene una cita bajo las luces neón esta semana.

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