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igual que la muerte

una página en blanco mira igual que la muerte.
– francisco hernández

por la mañana quise escribir un poema sobre la herida que es todo.

tu abrazo en la oscuridad hiere como una flor cerrada

empezaba

y hiere recordar la lumbre del abrazo antiguo

pero no seguí porque tuve hambre
sueño
una angustia pequeña en el centro del pecho
o ganas de pensar en otra cosa.

más tarde me topé con una biografía de schopenhauer
e intenté también escribirle un poema
al hombre más triste de la historia.

alcancé a tomar algunas notas:

– arthur schopenhauer nació en danzig en 1788 y pocos años después lamentó este acontecimiento.
– este mundo tuvo que haber sido creado por un demonio que se deleita con nuestro sufrimiento.
– les hablaba de “señor” a sus poodles.
– 1853: una señora polaca le envió un poema por correo: “tengo tu foto en mi habitación adornada por una corona de flores”.

por la mañana alonso señaló la ventana y dijo

mira las hojitas cafés en ese árbol. será que ya empezó el otoño?

no hay duda: en esta ciudad el paso de las estaciones se parece al río de heráclito
qué fácil es ponerse triste contemplando el fluir de ese río!
ríos, venas azules de la tierra
hilos cristalinos del collar que dios extiende sobre el mundo.

pensé que el poema había nacido
estaba a punto de tomar la pluma cuando sonó el timbre
y tuve que bajar a ver quién era.
recoger la correspondencia
encontrar la cuenta del gas
ir al banco a pagarla
y un largo y penoso etcétera.

llevo días con un poema enredado en los dedos.
las líneas que no escribo son las venas
los verdaderos ríos en que mi cuerpo se sumerge.

poesía animal de compañía
poesía orgullosa de tacones altos
poesía gris y dócil del invierno
poesía vieja leyenda enmascarada
poesía molusco inquieto y resbaloso

acampas invisible en los llanos del cuaderno
me observas desde esa muerte limpia
y yo no tengo el valor para sostenerte la mirada.

Emilia

Emilia busca en su bolsa, una bolsa profunda, el teléfono celular y las llaves del coche. Odia perderlo todo. Odia pensar que lo ha perdido, odia saber que lo ha perdido. El celular aparece en medio de un recibo de teléfono. Las llaves cuestan más trabajo. Se dirige al centro, al lugar de la vieja puerta, los ambulantes y el ruido del tránsito. Imaginemos a Emilia: es alta, un tanto rubia, el color de los ojos debe ser capaz de cambiar de claro a oscuro en un golpe de luz, zapatos altos, vestido azul, una flor en la cabeza, el cabello recogido, la bolsa en la mano derecha, en la izquierda el celular y las llaves; la voz de Emilia es dulce, tal vez un poco atropellada como si la lengua no le alcanzara para lo que trae en la cabeza, labios ligeramente rosas, el color de sus mejillas es natural (ha corrido para llegar a un tiempo razonable a su oficina), lo importante de Emilia es que huele a Aire Loco. El olor le dará un giro al final de la historia.


Emilia entra. Alcanza el ascensor y sube algunos pisos. El ruido de los tacones anuncia su llegada (para mí, los tacones en una mujer son el pedestal de unas piernas lindas, sin las piernas lindas, los zapatos se convierte en una especie de tela amontonada que envuelven un pie lleno de pesadillas), un par de anteojos la miran expectantes: Emilia entra a su oficina, Emilia trabaja, Emilia escribe algunas cosas que nadie leerá, Emilia piensa en la tarde y en el sujeto que vive del otro lado de la ciudad y que le roba algún suspiro. Emilia sale a las dos de la tarde. No sabe bien a bien que ha entregado, ¿un informe?, pero no han puesto mayor reparo. Coge el coche. Lee una revista y come rápidamente. Tiene una sola cosa en la cabeza: la posibilidad que otorga el encuentro fortuito con un individuo que no hace mucho que conoce. Emilia sonríe (la sonrisa de Emilia y Aire Loco, son dos factores que hacen al cazador experto darse cuenta que Emilia no es una presa fácil, claro que también están las piernas largas, lo minimal del maquillaje y la mirada bicolor de sus ojos). Un sujeto de traje, unas mesas más allá, le responde la sonrisa.


Después de cuarenta minutos de tráfico ha llegado al punto de la cita. La tarde fue eventual, nada que destacar a menos que cuando bebió un café se quemó la lengua y que una de las niñas le dijo que su vestido estaba lindo. En el punto de la cita estoy yo, sólo que Emilia no viene a verme. La miro desde lejos con la reserva necesaria. Me levanto de la mesa y, en un movimiento me llevo el teléfono celular a la oreja mientras habló con el sujeto que me dirá que no podrá llegar, que una disculpa, que está muy apenado. Pasar junto a Emilia es embriagarse, así descubrí su perfume, intercambio una mirada demasiado rápida, casi nada. De vuelta la encuentro levantada. Llego a mi mesa. Alguien se ha sentado con Emilia. Pido un whisky y levanto el libro de Henry Miller que dejé abierto sobre la mesa. La noche se hace fresa. Emilia de azul me ha regalado otra rubia que se disfraza entre las letras de la novela de Henry Miller. Henry Miller ya no habla. Yo veo a la otra rubia. El mesero me deja otro vaso y no sé cuántos más. El recuerdo de la otra rubia, de la que estuvo más ceca, de, ¿no es Emilia la misma rubia de la que me enamoré a los catorce años en un campamento de verano? ¿No es Emilia la misma rubia de Central Park en otoño? ¿No es la argentina de Tigre? ¿No es la chica con la que salí a la playa a la mitad de la noche y se engancho de mi cuerpo mientras el mar nos arrullaba? ¿No es Emilia la misma rubia que me dejo a la mitad de una noche para largarse a seguir un sueño de actriz? ¿No es Blake Lively, Scarlett Johansson, Jessica Stam, Malin Akerman, Carmen Kaas, Charlize Theron, Kirsten Dunst? ¿Quién es Emilia y por qué está en el mismo lugar que yo? ¿Por qué Emilia me distrae de la lectura de Henry Miller? ¿Cuántas veces la he visto antes? ¿En cuántos lugares? ¿Volteará a verme? ¿Me he inventado la historia de Emilia? Emilia se levanta. Nos vemos más detenidamente. Nos reconocemos. Nos encontramos. Platicamos los últimos años. Veo toda su vida desbordada. Ella ve algunos momentos de la mía. Emilia vestida de blanco. Sale acompañada. Henry Miller no ha cambiado de página.

Los relojes se escurren por las paredes. Algo suena de fondo, una musiquilla que no he logrado descifrar pero que conozco. Los relojes se deshacen en las paredes color beige. Es un cuarto cerrado. Alcanzo a ver la puerta. La iluminación es cómoda y deja ver con claridad lo necesario. Sé que amanecerá en martes. A lo lejos suenan los caballo que me dice que la diligencia ha llegado. Me veo las manos. Tienen puntos. Muchos puntos. Puntos de algún objeto metálico.

Cada uno de los relojes marca una hora distinta y está en movimiento. Todos excepto uno, uno que parece estar al fondo de la habitación y que ostenta un péndulo acusador. Ese reloj marca las doce. Por un momento creo estar en medio de una fiesta de máscaras. La preocupación de que aparezca un personaje siniestro me impide cerrar los ojos que se bañan en lágrimas por el esfuerza. Cierro los ojos. Los caballos hablan afuera, furiosos, atentos, prestos para la marcha que durará algunos días. Es posible que Carmilla se encuentre dentro del carruaje. Una nueva imagen me hace pensar que será Claudia. Las visiones son borrosas. Los ojos me arden como dos encendedores a punto de terminar con el combustibles. El reloj no ha sonado. Nadie asistirá a esta habitación que me escupe de momento sin que la puerta se abra.

Hay tres corceles negros formando un triángulo. Me preocupa el acomodo, deberían ir en parejas. A lo lejos escucho como el péndulo se mece y el reloj apunta las doce. El lugar se hace negro. La puerta se abre y tres escalones rechinan. El conductor, con un sombrero que es más bien una capucha me extiende la mano. Le doy una monedas en espera de que la diligencia se convierta en una balsa y yo cruce un río. La oscuridad me ha aliviado la acidez de los ojos. Como por costumbre me busco el sombrero y doy un paso al primer escalón que suena seco. No había reparado en que estoy usando las botas de montar que me dio mi madre hace algunos años.

Adentro está ella. Ella que no es Carmilla, ni Claudia, ni mujer alguna que logre recordar. Me extiende la mano. La atraigo hacia mí en un movimiento preciso. Algo en los ojos le brilla. La beso. Los caballos gritan el idioma de Jesucristo y empiezan la carrera. No sé cuánto tiempo pasará para llegar de nuevo a la habitación y ver los relojes. Ella es demasiado blanca para su bien, demasiado blanca para evitar morderla y poseerla. Pasará tiempo para que pueda vestirse de nuevo. Pasará tiempo para que sepa su nombre. Pasará tiempo para que la olvide y la encuentre de nuevo con otro cuerpo, con otro rostro, con otras piernas abrazándome la espalda.

chilanga banda

aunque noventera, la letra de esta canción es una buena aproximación al léxico y al folclor chilango. cortesía del grupo sateluco, Café Tacvba.

Ya chole chango chilango 
que chafa chamba te chutas 
no checa andar de tacuche 
y chale con la charola 

Tan choncho como una chinche 
mas chueco que la fayuca 
con fusca y con cachiporra 
te pasa andar de guarura 

Mejor yo me echo una chela 
y chance enchufo una chava 
chambeando de chafirete 
me sobra chupe y pachanga 

Si choco saco chipote 
la chota no es muy molacha 
chiveando a los que machucan 
se va en morder su talacha 

De noche caigo al congal 
no manches dice la changa 
al choro de teporocho 
en chifla pasa la pacha 

Pachucos cholos y chundos 
chichinflas y malafachas 
aca los chompiras rifan 
y bailan tibiri tabara 

Mejor yo me echo una chela 
y chance enchufo una chava 
chambeando de chafirete 
me sobra chupe pachanga 

Mi ñero mata la vacha 
y canta la cucaracha 
su choya vive de chochos 
de chemo, churro y garnachas 

Pachucos cholos y chundos 
chichinflas y malafachas 
aca los chompiras rifan 
y bailan tibiri tabara 

Transeando de arriba abajo 
ahí va la chilanga banda 
chin chin si me la recuerdan 
carcacha y se les retacha

Amadeo Salvatierra

Nadie conoce la Ciudad de México como yo, me dice Amadeo Salvatierra dándole un sorbo largo a su famoso mezcal Los Suicidas. Esta ciudad, muchacho, tiene la magia de las grandes ciudades, también es un desastre, un pequeño caos contenido en cada uno de sus millones de habitantes. Y, ¿sabes una cosa?, nadie termina de conocerla y es rebelde: una potra zaina. Nadie puede domesticarla y recorremos sus calles, sus banquetas y las noches en el centro. Aquí por ejemplo, pásame ese libro de allá, trae un poema de Cesárea Tinajero que te quiero leer. Amadeo, le digo, estábamos hablando de la Ciudad, del centro, de lo que conoces. Ah, qué muchacho, eres como esos realvisceralistas, bien desesperadote, pásame Los Suicidas y sírvete otro, no te me seques como las plantitas del desierto.


Amadeo Salvatierra me contó de sus aventuras en la UNAM, de las vecindades del centro, del barrio bravo, de los cafés de chinos, del café en la calle de Veracruz, de la colonia Condesa, de cómo Ciudad Satélite se convirtió en una referencia obligada en los setenta y luego cambió la percepción en los ochenta y en los noventa. Y luego vino la descripción de la fauna urbana de la Merced con las señoras que salen por el mandado, de los vendedores del mercado de Sonora que comercian con animales y artículos de brujería, de los estudiantes de la UNAM.


Y el 68, si lo hubieras visto muchacho, pásame la botella, todos esas voces que el pinche gobierno sólo pudo callar a punta de pistola, todos esos sueños revolucionarios por cambiar este país, eso sí que lo vio la ciudad, que es muy vieja, más que tú y que yo, más que tú, que eres apenas un chamaco; y luego lo del 71, pero no pudieron con nosotros esos jijos, nunca pudieron con los estudiantes ni con la poesía. La ciudad está viva muchacho, ah qué muchacho, para que me vienes a preguntar, salte a cualquier calle, a la avenida de los Insurgentes de noche o de día, ve cómo respira, ve las putas en la esquinas, esa es nuestra ciudad muchacho, esa que nos permite verla con todas sus caras felices y todas sus caras tristes, está llena de brillo y de suciedad, con jijos padrotes y viejitas que van a la iglesia y chamacos como tú, pero mejor pásame Los Suicidas y vamos a hablar de poesía.

ruleteros

Imposible conocer toda la ciudad. Imposible saber el estilo arquitectónico de cada edificio, el nombre de cada hombre y mujer ilustre que yace en el panteón de San Fernando, la especialidad de cada bar de la Condesa, los ingredientes de la salsa de todos los puestos de tacos, cada atajo para llegar a ciudad Satélite, cada pequeña historia de fascinación, amor, desengaño, terror o soledad que alberga esta ciudad.  Ciudad infinita, ciudad que se come a sí misma, que crece segundos pisos y circuitos bicentenarios, que diario escupe desde sus entrañas millones de pasajeros del metro, que se baña en aguaceros, en aguas negras, que consume a diario un poco de la vida de los que habitamos en ella. Ciudad de los palacios, de las pulcatas arcaicas, de las barriadas sin fin, de las marchas y los plantones, de los altares a la Santa Muerte, de los matrimonios entre personas del mismo sexo, de las anécdotas de Frida y Diego, de la hegemonía perredista, de hacer seis horas de Iztapalapa a la Central del Norte.

Son precisamente los ruleteros, esos bichos que la recorren a diario, los que permiten una aproximación al día a día de la urbe. Son ellos los que conocen los recodos, los que distinguen los cambios rápidamente, los que son afectados por la nueva mega-construcción del siguiente presidenciable, los que cuentan las anécdotas nocturnas de travestis y sexo en la cajuela o en lo oscurito, los que padecen (y en ocasiones combaten o propician) el crimen y la inseguridad. Son ellos los que ven desfilar en sus asientos traseros a la diversidad defeña: desde el niño popof que tiene que regresar del torito hasta la desempleada que va tarde a una entrevista, pasando por el Godínez, la señora gorda, los chavos banda, los briagos, los callados, los que sólo se besan, los que conversan en otro idioma para que el taxista no se entere (y para echarle crema a sus tacos), los apestosos, los casi desvestidos, los abrigados y uno que otro turista despistado al que se le perdió el turibus.

Los ruleteros, esos que igual cuentan sus experiencias freudianas (sexo con gallinas incluido), buscan convencer solemnemente que el PRI es grande y que sí sabe gobernar, se quejan del último acontecimiento (ya sea mal clima, que una vez más perdió la selección o que una calle importante está bloqueada quién sabe por qué), son los adecuados para preguntar por el bar más barato y con mejor ambiente de la zona, o por el museo más distinguido, o por la oficina gubernamental donde las probabilidades de ser atendido son mayores a cero. Porque también en el gremio de los taxistas se constata la pluralidad del D.F.: los hay con dos licenciaturas, obsesos sin oficio ni beneficio, simpáticos y dicharacheros, eruditos en letras hispánicas, ex policías de la AFI, callados y solemnes, despatarrados, colmilludos, braceros que tuvieron que regresar por causas de fuerza mayor, sin o con esperanzas en el futuro. Las razones para ruletear son igualmente variadas. Hay desde quien lo hace por no aburrirse, hasta quien lo hace porque no le queda de otra. También los hay de lujo, de confianza y, para no fallar, piratas.

Son ellos los que aman y odian a diario la ciudad de asfalto, ciudad de garnachas y ciclovías inoperantes, ciudad de romances duraderos y efímeros, ciudad de congales y lupanares sin licencia, ciudad llena de basura y ambulantes, ciudad de desigualdades y sorpresas, ciudad de ejecutivos de traje y corbata, ciudad de monumentos históricos y pirámides en ruinas, ciudad vanidosa que gusta verse a cada instante reflejada en el retrovisor de algún ruletero.

La ciudad

Por fortuna, o desgracia, la ciudad de México es, para efectos prácticos, infinita. Hablemos, pues, sobre algunos de sus aspectos esta semana.

i

me inquieta lo que se esconde detrás de los espejos. me asomo a ellos en busca de la fórmula que determina el vuelo de los pájaros, del oscuro universo en que te habito y te abandono.

necesito aprender a interpretar los signos divinos que aparecen por momentos dibujados en mi cuerpo o en las oscuras palabras de algún personaje onírico. adivino ahí un mensaje urgente para mí, la clave para descifrar a dios.

ii

encuentro a dios en la cruz que señala el tesoro escondido entre mis pechos. es el  primer trazo de la primera letra de la primera palabra escrita. también esta letra que escribo ahora. dios está en la soledad del más maldito de los poetas, en la bondad del hombre más virtuoso. en la mediocridad de cualquiera de ellos. las  especias de cocina: ese es el olor de dios.

iii

hay una tormenta perpetuamente anunciada en mis entrañas. despierto siempre  temiendo que sea el día, pero el agua apenas me moja los talones.

23:57

raúl e. aduna

no( puedo dormir (es novedad

mañana—estoy allá—mientras compro flores(tás ba

ja

ndo del avión

,

te espero. hoy estoy—tal vez, en el ayer(de hace dos meses (en que

llorábamos[ridículos, tristes, a

dor

mi

la/ dos—esperando que

s

e

a

mañana

Fuente: zenzi.org

Tres encuentros

I. El lector
No recuerdo la primera vez que la vi. De lo que sí me acuerdo es de la primera vez que me regaló un libro. Tocó la puerta a media tarde. Yo estaba solo escribiendo algún informe o leyendo alguna cosa. Cuando abrí entro como la entran los últimos latidos del sol por la ventana. Se sentó en una silla y me buscó algo en su bolsa. Me dijo que me traía algo y la búsqueda se hizo más veloz. Así apareció, en su mano derecha, El lector de Bernhard Schlink. Me lo extendió y me dijo unas palabras que recuerdo muy bien pero que ahora, y no sé por cuánto más, guardo para mí. Ese fue nuestro primer encuentro. No es que no nos conociéramos, sino que empezamos a conocernos esa tarde. Ella había trazado un puente y yo, en medio de esa sustancia viscosa que a veces es la tarde, quedé prendado. Juré que me había hecho el día. La verdad es que hizo un poco más, nos despedimos con un abrazo.

II. Camarones y sabor marino
La mesa estaba lista. Dejé el auto enfrente del restaurante. Apareció en medio de un pequeño local con cartas impresas en papel trazado. Esa vez tomamos vino y comimos paella. La discusión trascendió la literatura y la comida. Celebré con un espresso y un Hennesy. Celebré el encuentro, la charla, la buena comida y los momentos de su sonrisa y su mirada fija. Celebré hasta que pasó el tiempo, hasta que la tarde, de nuevo como una sustancia viscosa, nos anunció la partida. Esa vez no le tomé la mano. Ella, siempre altiva, jamás me perdonó el gesto. Yo no supe explicarle por qué. Nunca sé explicar por qué, la lengua se me hace pliegues y la cabeza se me va a otro lado. Le quise contar que soy un sujeto directo, le dije (cual bachiller) que los camarones me habían dejado las manos llenas de sabor marino y ella, ella se enfadó un poco. Nos despedimos en un lugar cercano, nos despedimos por teléfono, nos despedimos sin pretensiones, nos despedimos con cierta brisa de deseo.

III. El vestido de Brujas
Cenamos en París. Ella venía del Cairo. Yo de Viena. Quedamos en encontrarnos por esta fechas para regresar juntos a México. Ella se marcharía del país. Yo me quedaría no sé cuanto más. Ella viajaba ligera. Le compré un vestido en Brujas: negro y lo suficientemente largo para dejar ver, a veces, el udyat en su pantorrilla. Creo que ya no cenamos camarones, creo que no nos tomamos la mano, creo que hablamos del Cairo y de París y de la fiesta en donde no pudimos encontrarnos. Hablamos de la despedida y de los planes, de lo bien que se siente encontrarse a un desconocido conocido en medio de una ciudad extrañamente familiar. Pedimos una viuda y nos amanecimos en medio de risas y palabras medidas. Mi tren partía a la mañana siguiente, su avión dos días después. Le regalé unas flores del mal y una foto de la torre. Le dije un par de cosas cuando en sol anunciaba Champs-Élysées. El verano sabía diferente. Caminamos. Nos despedimos muchas veces. Al final sólo quedó un abrazo.